Julio II

Julio II merece que se le defina como uno de los mayores descubridores de talentos en la historia del arte. No es posible considerar de otro modo a un mecenas que obliga a toda costa a un escultor como Miguel Ángel a pintar la inmensa bóveda de la Sixtina y que confía la decoración de su propio apartamento privado en el Palacio vaticano a un joven pintor con buenas esperanzas, mandando derribar los frescos que otros maestros, apreciados y muy grandes, como Perugino, Piero della Francesca y Luca Signorelli, habían realizado en otras habitaciones.

El Papa della Rovere ordena que se cumpla ese enorme salto artístico, involucrando a Miguel Ángel y Rafael, y la doble aventura —por una increíble coincidencia— se concentra en un año, piedra angular de la historia del arte: el año 1508. En la primavera, Miguel Ángel se pone a trabajar en el andamio de la Sixtina y en el otoño, Rafael comienza la excepcional «prueba»: La Escuela de Atenas.

El Papa guerrero es bien consciente de la calamidad de los tiempos, de la tempestad que está por caer y de la turbación de las conciencias. Necesita una glorificación que demuestre el poder de la Iglesia y del Papado, que él trata de consolidar no sólo como poder espiritual, sino como poder político, en todas las acepciones del término, incluso culturales y artísticas. Quiere devolver a Roma la imagen “eterna” de capital de la cristiandad, inspirándose en los grandes modelos de la antigüedad clásica.

El carácter doctrinario de los nuevos temas exige que éstos se coloquen en un determinado contexto político eclesiástico, a saber, el de la contraofensiva de Julio contra los príncipes rebeldes y los eclesiásticos cismáticos; En varias escenas son claras las referencias a vicisitudes de su pontificado y las alusiones a los enemigos infiltrados en el interior mismo de la Iglesia. En el programa iconográfico de la Estancia de Heliodoro, esta convicción es manifiesta.

No menos elocuentes, para los contemporáneos del siglo XVI, habían de ser los ejemplos de protección celestial concedida a la Iglesia en el alto medioevo: De las historias de los tres Papas llamados León, a los tiempos en que reinaba León X, el paso debía ser didácticamente convincente, incluso sólo por el hecho de que todos los predecesores llevaban los rasgos de los Medici. A esto se agregaba la capacidad del artista de atribuir al poder espiritual una forma de coloquio con las realidades de la vida y de la fe. Desde luego, Rafael representó al papa León por encima de todo poder terreno.

El decenio de Julio II y la época siguiente de León X presentaron semejanzas y diferencias. Los tres artistas dominantes eran los mismos: Bramante, Miguel Ángel y Rafael. Pero los caracteres de los Pontífices eran totalmente opuestos: valiente e impetuoso el primero; reflexivo y de recia voluntad el segundo. El resultado es igualmente excepcional y culmina en la Sixtina y las Estancias. 

El mérito de Rafael fue su capacidad para hacer vivos, visibles y eficaces los complejos conceptos teológico-religiosos y filosóficos que le habían encomendado. Utilizó una estratagema: no representó abstracciones, símbolos o alegorías, sino «hombres ilustres» que los habían encarnado. Y con frecuencia se trataba de personajes contemporáneos elevados al rango de testigos de las ideas que pintaba, o rostros conocidos de contemporáneos que representaban a personajes de la antigüedad.