La expulsión de Heliodoro del templo

La expulsión de Heliodoro está narrada en el tercer capítulo del libro segundo de los Macabeos: unos calumniadores habían informado al rey Seleuco de que el sumo sacerdote Onías estaba acrecentando indebidamente el tesoro del templo de Jerusalén con las ofrendas para el rey. En vista de ello, Seleuco envió a su canciller Heliodoro para que comprobase si el rumor era cierto y, en tal caso, confiscase las ganancias. Aunque Onías pudo demostrar que el dinero pertenecía a viudas y huérfanos, que lo habían confiado a manos seguras en el templo, Heliodoro decidió confiscarlo. Por eso Onías, los sacerdotes y el pueblo quedaron muy turbados y todos rezaron fervorosamente a Dios en demanda de ayuda. Cuando Heliodoro penetró en la cámara del tesoro con sus guerreros, Dios envió a un jinete de armadura dorada sobre un magnífico caballo que, con sus pezuñas delanteras, derribó a Heliodoro, y a dos muchachos que azotaron al ladrón, de forma que éste se desmayó y el tesoro fue salvado. A la intercesión de Onías debe Heliodoro el que finalmente Dios lo dejara con vida. El canciller comunicó a Seleuco que esta misión la tenía que delegar a su peor enemigo, puesto que la divina protección del pueblo judío significaba la derrota segura para todo agresor.

Rafael ilustra el dramático punto culminante de la historia y la sitúa en medio de una arquitectura bramantesca directamente trazada sobre el revoque húmedo, sin haberla preparado en cartón. Como la arquitectura de La Escuela de Atenas, ésta se desarrolla con una perspectiva central en profundidad, sin embargo con su alternancia de espacios abovedados con cúpulas y bóvedas de cañón, resulta mucho más compleja que aquélla. El punto de vista de la perspectiva es rigurosamente central, situado justo en medio del altar del fondo, en la curvatura que forma el mantel, equidistante del borde inferior y del primer arco de la nave. Esta férrea estructura permite crear un espacio fuertemente anclado donde poder desplegar la historia de un modo dinámico, sin renunciar al equilibrio general de la composición. El recurso ya fue utilizado en la Escuela de Atenas. Sin embargo, en dicha obra el movimiento de las figuras había sido introducido de un modo muy mode­rado; la isocefalia constituía una fuerte franja horizontal que reforzaba el equilibrio y el estatismo del conjunto, eliminando o neutralizando el movi­miento. En cambio, en la Expulsión de Heliodoro, Rafael se proponía resal­tar el movimiento de una forma más manifiesta hasta convertirlo en ver­dadero protagonista de la obra. Los personajes aparecen aquí retirados hacia ambos lados, situados casi en las líneas extremas de la perspectiva, dejando vacía la zona central.

Mediante una abundancia de distintas fuentes de luz directas e indirectas y de los más sutiles efectos de iluminación y reflejos de luz, toma vida la estructura casi barroca de la monumental construcción. En un primer plano, a la derecha, se desarrolla el momento decisivo: Heliodoro con su armadura, es derribado por el brioso caballo blanco que monta el caballero acorazado y ya tiene la mirada fija; los dos jóvenes llegan volando con sus varas y los ladrones, aterrorizados, abandonan su botín. En el centro, al fondo, se arrodilla el sumo sacerdote Onías con su valioso atuendo de gala, tal y como lo describe el texto bíblico y como Rafael, con muy pocos y magistrales medios pictóricos, lo representa espléndidamente, rodeado por sus sacerdotes, mientras ora ante el Arca de la Alianza y el candelabro de siete brazos. A la izquierda, en primer plano, se ha agrupado el pueblo horrorizado, sobre todo mujeres y niños. En un extremo a la izquierda en el borde del fresco, el mismo papa Julio II es transportado a la escena en su silla gestatoria. La figura del Pontífice y su séquito son incor­porados, como espectadores de excepción, en la historia sagrada. Sin embargo, el movimiento y la agitación predominan en ambos lados, aun­que más intenso en el de la derecha, en donde se sitúa el momento culminante del drama: la caída y expulsión de Heliodoro. Las oraciones de Onías ocupan el centro de la composición, al fondo y provocan la aparición de «un jinete terrible», adornado con riquísima armadura que arrolla al usurpador con las patas de su montura, mientras «dos jóvenes fuertes, lle­nos de majestad» le hostigan con sus látigos «descargando sobre él fuertes golpes». El espacio vacío del centro hace más verosímil la agitación y el despliegue de estos dos jóvenes, al permitirles una mayor amplitud de movimiento. El efecto de caída, en el extremo inferior de la derecha, y la consiguiente expulsión, son potenciados en la medida en que la acción se alinea siguiendo la diagonal descendente.

Rafael, al insertar la comitiva papal en la escena e introducirla por la izquierda, parece sugerir que la expulsión del usurpador es debido a la enér­gica aparición del Pontífice, que es representado en la pintura investido de toda su autoridad. Se trata, sin duda, de un magistral golpe de escena, que ilustra el sentimiento general de la época, corroborado por el comentario vasariano de que Rafael pintó en este fresco «al papa Julio que arroja a la avaricia fuera de la Iglesia». La pintura hace referencia, además, a la políti­ca de Julio II de conservar y aumentar el patrimonio de la Iglesia. Precisa­mente, en el primer año de su pontificado condenó duramente el expolio de los bienes de la Santa Sede realizado por su antecesor, Alejandro VI.

El texto bíblico señala, a su vez, un detalle que Rafael tratará de explo­rar a partir de ahora. Se dice en él que Heliodoro yacía en el suelo «envuel­to en tenebrosa oscuridad». El alarde que nuestro artista hace en esta pin­tura, en lo tocante a iluminación, es sorprendente. Magnífico el efecto de claroscuro que exhibe en la parte superior de la izquierda, detrás del Pon­tífice, en donde nos muestra una figura oscura que se destaca a contraluz, en contraste con el fuerte foco luminoso que parece emanar de la zona superior derecha que revela la presencia de lo sobrenatural. Los toques dorados de luz de las bóvedas de la nave central crean un sutil efecto de temblor y de aceleración, como si el fondo se resintiera con el impacto que produce la intervención divina.