Significado Encuentro de León Magno con Atila

En los propósitos de Julio II, el fresco debía tener el significado de un manifiesto político (la fuerte oposición de la Santa Sede a la presencia extranjera en Italia), pero también un significado de ex voto por gracia recibida. En realidad, en junio de 1512, a pesar de la victoria sobre la Liga Santa en Rávena en abril del mismo año, los franceses habían decidido Improvisamente abandonar la Península. El fresco, comenzado en vida de Julio II, responde al mismo sentido de exaltación de la figura de éste, en consonancia con el resto de la estancia.

En un punto prominente, en primer plano a la izquierda del modelo para este fresco, se encuentra la figura de un muchacho, al cual dedican toda su atención dos personas; en él se ha visto la figura de Federico Gonzaga a la edad de diez años. En una carta del 16 de agosto de 1511 dirigida a la madre del príncipe, Isabella d’Este, consta que el papa «quiere que Rafael le haga un retrato al Sr. Federico en una sala que hace pintar en palacio donde está también su Santidad al natural con la barba». Un año antes, Julio II había exigido a Francesco Gonzaga e Isabella d’Este, la entrega de su hijo, el heredero del trono de Mantua, como rehén, para poder obligar al marqués de Mantua a no aliarse con los enemigos del papa. Aunque Julio sentía un gran afecto por el muchacho, todo retrato formaba parte de un programa bien meditado, de forma que la representación del joven también hubo de tener su función en la pintura. Además, el encuentro entre León Magno y el rey de los hunos tuvo lugar el año 452 a orillas del río Mincio, cerca de Mantua. Es obvio que el retrato del futuro señor de Mantua en el fresco representa dos aspectos a la vez: el lugar del memorable suceso histórico y el límite de la esfera del poderío papal.

Rafael personalmente proyectó y realizó la parte Izquierda, retratando los personajes reales de la corte papal. El clérigo con la cruz procesional es el maestro de ceremonias pontificias París de Grassis. De frente, sobre un caballo blanco vemos a Andrea de Toledo, serviens armorum, el hombre anciano que sostiene la maza plateada con el escudo de los Médicis, con aspecto serio y preocupado; también está el mozo de cuadra Giovanni Lazzaro de Magistris apodado Serapica, muy querido por el papa y por ello muy apreciado en Curia, que lleva al paso el espléndido caballo de León X, aguantándolo por las riendas.  Pintados con gran realismo, se oponen a las caras idealizadas de las figuras históricas de la otra mitad de la pintura. Al fondo se ve un paisaje de Roma con los acueductos y el Coliseo. En lo alto en el cielo se hallan los apóstoles Pedro y Pablo. Su presencia espanta a los Hunos y provoca en el grupo de Atila caballos agitados y hombres asustados y nerviosos.

En cambio, el pontífice, los cardenales y los miembros de la Curia, tienen una actitud equilibrada que trasmite sosiego, paz, seguridad y un poco de sujeción. La Iglesia, al igual que con el viejo León o con el nuevo papa, sabrá ser maestra de orden, de paz, de civilización y de cultura. Se sobrentiende que este es el mensaje del fresco, identificando la actitud del papa León Magno con León X Medici. Es un mensaje optimista, de buena suerte y sin dudas agradable al papa Medici que en esos días empezaba, su brillante pontificado.

León X, como es bien conocido por todos, era un intelectual culto, fino conocedor de las artes. Admirador absoluto de Rafael, comitente inteligente y además generoso. Sus años de gloria se movieron paralelamente con los del artista de Urblno y casi coincidieron. Un año después de la muerte de Rafael, León X falleció en 1521. La idea de ofrecer sus rasgos a los demás pontífices de la historia la con el nombre de León, debió gustarle mucho al papa Medici.

Como decimos, el escenario del acontecimiento es trasladado de Mantua a Roma, porque ya no se trata de la persona y del ministerio del papa sino de la Iglesia misma. En la parte central del fondo, a la izquierda, bajo el cielo claro, se halla el coliseo que, según el Pseudo-Beda, representa un símbolo de eternidad: “Quamdiu stat Colisaeus, stat et Roma; quando cade Colisaeus cadet et Roma; quando cadet Roma, cadet et mundus” (Mientra exista el Coliseo, Roma existirá; cuando caiga el Coliseo, Roma caerá; cuando caiga Roma, el mundo caerá). Los incendios que en vano intentan iluminar las tinieblas provocadas por la devastaciones y los saqueos de los hunos, no podrán nada contra la Urbe, igual que las puertas del infierno, según las palabras de Cristo, no podrán vencer a la Iglesia.

Ya no se trata de aspiraciones de poder temporal, sino únicamente de poder espiritual y ya no corresponde a la concepción del ministerio de Pedro que tenía Julio II, sino a la de su sucesor, León X. Cuando éste accedió al papado fue celebrado como el gran portador de la paz. Cuando quiso ver representado este aspecto en la pintura principal de su sala de audiencia y aparecer en ella como “pacificador”, Rafael tuvo que cambiar el sentido del fresco. La tensión entre Atila y los príncipes apostólicos aparece en el fresco todavía más acentuada cuando, en el último momento, el brazo derecho del rey de los hunos, es desplazado hacia un lado dejándolo totalmente desprotegido. No hace caso al papa que llega a caballo, y dos de sus guerreros, armados con largas lanzas, intentan avisarle de ello. Sus generales parecen aceptar el gesto de paz papal.

Finalmente, respecto al caballo blanco del papa, se trata del palafrén turco que montó, cuando todavía era el cardenal Giovanni de Médicis, en una situación similar a la representada en el fresco, en la batalla de Rávena el 11 de abril de 1512. Aunque entonces el bando papal sufrió una derrota aplastante y el mismo papa quedó prisionero, este acontecimiento fue el momento crítico de la lucha contra los bárbaros en Italia y supuso el punto de partida hacia la paz. En recuerdo de ello, el papa guardó una gran veneración por su blanco palafrén y sólo lo dejó ensillar para la celebración de su “toma de posesión”, un año después del día de la batalla, que era también la fiesta de San León Magno.

Con la inclusión de la vista de Roma, la luz divina resplandece de nuevo sobre la ciudad eterna y expulsa las tinieblas de la guerra. De esta forma se prosigue el programa pictórico de Julio II, pero el papa, con mucho tacto, ya no es un luchador, sino un pacificador.