Hay fechas en la historia del arte, que deben persistir en la memoria. Una de estas es 1508, cuando un pontífice romano que amaba la política y la guerra más de lo que no sintiese amar la pintura, encargó a un muchacho de veinticinco años, Rafael Sanzio de Urbino, la decoración de las Estancias en los Palacios Apostólicos y a un hombre joven de treinta y tres años, Miguel Ángel Buonarroti, la bóveda de la Sixtina. Los dos pintores tuvieron la suerte de trabajar en el mismo lugar, en los mismos años, a poca distancia uno del otro y para el mismo cliente. Sus vidas y sus experiencias profesionales se rozaron y en alguna ocasión se confrontaron y se reflejaron entre sí. Sin embargo, queda el período que vio nacer las Estancias y la Bóveda, el que señala el momento cénit en la historia de las artes de lo que hemos dado en llamar Renacimiento.
Rafael tenía apenas 25 años cuando, en el año 1508, salió de Florencia por invitación de Julio II quien le había pedido que pintara al fresco el nuevo apartamento que el Papa había elegido en el Palacio Vaticano, ya que no quería vivir en los mismos apartamentos que habían sido de su odiado predecesor Alejandro VI Borgia.
Por este motivo, Julio II prefirió habilitarse un nuevo apartamento en una serie de cuatro habitaciones en el piso superior a las estancias Borgia. Las tres primeras, de modestas dimensiones, habían formado parte de la antigua residencia del papa Nicolás V (1447-1455), mientras la cuarta, mucho más amplia, se remontaba al siglo XIII, a la época de Nicolás III (1277-1280). Estos locales se convertirán luego en las «Estancias de Rafael».
A fines del siglo XV, distintos pintores ya habían colaborado en la decoración de estas salas: Piero de la Francesca, Bramantino, Fray Bartolomeo della Catta, Luca S¡gnorelli. Para terminar los trabajos, Julio II había llamado además a Sodoma, Lorenzo Lotto y Perugino. Pero cuando Rafael llegó a Roma, debía pintar un fresco que representara la Verdad natural, en el marco de un programa dedicado a la exaltación neoplatónica de lo Verdadero (natural y revelado), lo Bueno y lo Bello. El joven pintor pone en él una multitud de filósofos y sabios de la antigüedad que meditan en silencio o discuten apasionadamente bajo las grandes arcadas de una basílica. Julio II, como cuenta Vasari, queda impresionado por la «perspectiva», así como por el estilo grandioso de las figuras. Y decide inmediatamente el Papa ordena que se «echen al suelo» todas las «historias de los otros maestros, viejos y modernos», para que Rafael pueda pintar ex-novo la bóveda y las paredes. Así, solo y con toda libertad, inauguró uno de los ciclos más ricos y más grandiosos del Renacimiento, tanto desde el punto de vista de la doctrina que está allí ilustrada, como del desarrollo estilístico.
Seguramente fue Bramante, originario de Urbino, quien recomendó al Papa a Rafael Sanzio, que se encontraba entonces en Florencia. Pero ¿quién era el muchacho de tan sólo veinticinco años que viene convocado en los Palacios Apostólicos por el papa Julio II, para decorar con frescos su apartamento privado? ¿Podríamos pensar quizás a una casualidad del papa que pone en las manos de un artista demasiado joven y con poca experiencia un trabajo tan difícil?